- «La inquina de Pedro Sánchez hacia los empresarios poco tiene que ver con convicciones izquierdistas. Más bien obedece a la chulería del propio personaje»
Por si todavía Feijóo no se había dado por enterado, al parecer también los empresarios le han pedido que haga concesiones al PSOE moderado para ganar las elecciones. Suponiendo que seamos tan ilusos como para dar por acertada esta petición, porque implica renunciar a reformas urgentísimas y a políticas mucho más que necesarias, ¿qué empresarios son esos que piden a Feijóo que haga concesiones al socialismo?
No se sabe a ciencia cierta; desde luego, no con nombres y apellidos. Se entiende o se da a entender que serían los jefes de las grandes corporaciones nacionales. Lo cual, de entrada, ya implica un error. Porque un empresario no es un alto ejecutivo o un miembro del consejo de administración de una gran empresa. Un empresario es otra cosa. Es alguien que tiene una idea y la pone en marcha arriesgando, si es preciso, su propio patrimonio. No es un ejecutivo o consejero a sueldo que de lo suyo, más allá del despido, arriesga poco o muy poco.
Los jefes de las grandes compañías no solo no serían empresarios, sino que desconfiarían de los empresarios auténticos porque, a medio y largo plazo, estos son una potencial amenaza. En una economía de libre acceso, el pequeño empresario de hoy es el gran empresario de mañana; es decir, la competencia. Y la competencia es un incordio. Obliga a esforzarse, a reinvertir buena parte de los beneficios, a seleccionar a los mejores y desprenderse de los peores, aunque sean familia o políticos con servicios prestados. Para evitar la competencia, el Estado español se ha dedicado a disparar leyes como si fuera una metralleta. Y lo ha hecho, por un lado, porque la selva legislativa permite al político ejercer una rentable discrecionalidad y, por otro, porque esa discrecionalidad tiene un precio que alguien estará dispuesto a pagar para obtener una ventaja competitiva. Este es el quid pro quo que antecede a la confluencia de intereses.
Sin embargo, ni en mis peores pesadillas imaginé que los acontecimientos llevarían a España a convertirse en el ejemplo cristalino de cómo ese quid pro quo acabaría alumbrando un sistema de acceso restringido insuperable. Un sistema que reaccionaría con gran virulencia ante cualquier intrusión no autorizada. Y que neutralizaría sistemáticamente toda pretensión de reforma.
«España ha evolucionado hacia un sistema de acceso restringido, en la política y la economía»
Es tan notorio que España, en vez de profundizar en la democracia, ha evolucionado hacia un sistema de acceso restringido, en la política y la economía, que la forma en que los medios de información lo ignoran solo se entiende, precisamente, por las insoslayables dependencias que el propio sistema genera. Si Douglass Cecil North (1920-2015) levantara la cabeza y contemplara nuestro país, quedaría maravillado. Al fin y al cabo, a este economista e historiador estadounidense le debemos haber definido las instituciones como las restricciones humanas con las que han de bregar las interacciones económicas, políticas y sociales. Y también le debemos la distinción entre restricciones formales (leyes y constituciones) e informales (tradiciones, costumbres, dogmas y hábitos sociales).
A partir de los hallazgos de North, la correspondencia entre calidad institucional y desarrollo económico ha estado en el centro del debate económico. Numerosos economistas, y no solo economistas, han argumentado que el deterioro institucional supone una barrera para la prosperidad. Sin embargo, al parecer, cuando se trata de constatar empíricamente la relación entre calidad institucional y prosperidad económica, la evidencia es muy débil.